Por Laura Garza
Hay pocas personas retratadas que puedan provocarte repulsión e incluso una sensación de depresión, si no es que son personas en situaciones de conflictos, siendo parte de una injusticia o en una situación vulnerable.
Todos los personajes políticos en la historia guardan un tinte de liderazgo, de idealismo, de intencionalidad en cada una de sus apariciones.
Incluso hasta los más insulsos o los ocurrentes pueden provocar un rechazo tan directo como lo hace la candidata a la presidencia por Morena.
Claudia Sheinbaum apuesta al discurso que, durante seis años, el presidente lo ha repetido una mañana tras otra. Se sostiene bajo la palabra de él y no la de ella. Habla, modula la voz y mueve su cuerpo como una especie de imitación seria de Andrés Manuel.
Ha hecho el intento de encontrar su estilo, sobre todo en materia de imagen, pero no lo ha logrado. Su equipo no puede hacer mucho porque no hay con qué hacer más.
Todo sistema político se mantiene con prácticas tradicionalistas en sus formas y en las apariencias, es decir, en todas partes por más izquierdas que quieran ser, la imagen se cuida y se prepara con asesores, para que resulte efectivo en la percepción de la gente.
Se dice que cualquier candidato de izquierda que intenta imponer su ideología en su manera de vestir, comúnmente resulta efectivo entre sus seguidores.
El problema es que Claudia no representa nada en su individualidad ideológica, ella es la continuidad de un discurso que no la considera, ni la prepara para atraer con la mirada a quien haya decidido no escuchar.
La figura es él, es Andrés Manuel.
El día de hoy apareció en una rueda de prensa para anunciar que abrirá su campaña presidencial con un mitin en el Zócalo de la Ciudad de México, en donde su principal tarea será alzar las reformas constitucionales que acaba de proponer el presidente en el pasado 5 de febrero.
La candidata “del oficialismo” como la nombran le quitan por completo cualquier fuerza en su propio nombre y personalidad y si la vemos en su manera de vestir, de peinar, su maquillaje y sus habilidades no verbales, no tiene cómo atraer nuevas miradas, nuevas visiones, nuevos votantes.
Es cuestión de verla, su peinado sin ningún tipo de cuidado para ser una mujer que podría ser la primera presidenta en un país como el nuestro. Sin ningún tipo de maquillaje que le potencialice sus expresiones y su mirada, el color beige como base y nada más. Las ojeras oscuras alrededor de sus ojos, y estos sin ningún tipo de fuego.
En la política y sobre todo en la izquierda, suele realzar la mirada porque el discurso intenso y contestatario es parte de su narrativa. Pero en ella, eso se quedó en otra etapa del camino. Su piel envejecida y sus comisuras de su boca, siempre echándola de cabeza de su nula capacidad de expresión.
La blusa con cuello de tortuga cubriéndole la mitad del cuello, otra señal que la evidencia limitada. No tiene ninguna libertad para hablar, para expresarse de manera individual.
Su conjunto color guindo, tan opaco como muerto. Olvidan que ser conservadores o mostrarse víctimas de un sistema, no van de la mano con esa manera de vestir. Insisto, los especialistas saben que, en la política, las formas se mantienen.
La gente lo va entendiendo, y la manera de vestir sí importa. La formalidad de representar un cargo tan importante y meritorio para pensar en la infancia, en los jóvenes, en los adultos mayores, en las mujeres, en los hombres trabajadores, en la economía, en la seguridad de un país, en la salud de todos, en colocar al país en la conversación internacional, en fin, una serie de tareas que no cualquiera puede hacer para que las cosas salgan bien.
Sheinbaum y su equipo no tienen ni pies ni cabeza en materia de imagen, porque ni siquiera cautiva, atrae o marca un antes y después. Toda mujer trabajadora, firme en sus ideales, aún y de clase baja sabe que vestirse bien, maquillarse y peinarse bien es la forma de quien reconoce a los demás a su alrededor y a ella misma.
Es lo mismo o peor aún… p e o r.