Por Laura Garza
Las vacaciones terminaron y las reuniones obligadas, pero también necesarias entre familias llegaron a su fin. Hemos vuelto a nuestra cotidianidad, al ir y venir de pendientes, y a concientizar que el año ya es uno nuevo.
La eterna paradoja de reunirnos en familia entre le gusto y también un poco de estrés. La normalidad en la mayoría de las casas que siguen respetando el 24 y el 31 de diciembre como días de reunirse.
Algunos tienen la suerte de contar con los abuelos y de que siguen siendo la base para que todos los hijos y nietos aterricen con regalos, comida y un montón de temas por conversar.
Este es el segundo año en el que mi abuela se ha quedado sola, y a nosotros nos faltan abuelos por contar.
Son fechas de reflexión y de nostalgia, de enfrentar la realidad tas el recuento de los que están, los que no y los que se han querido distanciar por distintas razones.
Hoy comparto esta imagen que para mi resultó un golpe de realidad en una generación de nietos mayores en la familia paterna, donde aparece mi abuela en el eterno comedor de su casa.
Fue un pensamiento que fui encontrándome con él varias veces durante la vacación. Mis hermanos menores junto con nietos y bisnietos no tuvieron la oportunidad de ver esa casa y ese comedor llenos de gente gritando, pidiendo el salero o la salsa, con las tías sirviendo la comida, mientras que el abuelo a la cabecera dictaba la hora exacta en la que se podía comenzar a comer, y claro, la de acabar también.
Me sentí vieja porque me senté frente a mi abuela de 89 años a recordarle cómo eran esas noches allí. Las vasijas gigantes con ponche o “vampiritos”, los tamales que ella preparaba y que todos ansiábamos comer, los nietos escapándonos del abuelo para jugar en el patio y soltar uno que otro cuete.
La hora del rosario, e donde todas las mujeres de la familia se sentaban en la sala alrededor del nacimiento y con el niño Dios en las manos rezaban concentradas, los hombres (adultos) en la cocina mientras escuchaban los impropios chistes de Polo Polo y que en esos tiempos solo ellos podían escuchar.
La casa de los abuelos fue pasando de nietos robando tamales de la olla antes de la hora oficial de la cena, de tíos que tomaban whisky, del abuelo regañón pero el que mandaba en esa casa, de los nietos más pequeños corriendo en el corredor, de las tías que perdían la vergüenza y se ponían “happy” con vampiritos, a una casa vacía, en silencio y una abuela sola.
Las razones siempre son muchas, trabajo, familias nuevas, distancia, edad y desinterés, pero esta vez, cada visita a la casa de la abuela me resultaba ver a la familia convertida en fantasmas que iban y venían.
Quizá en eso se convierte la casa de los abuelos después de tantos años, en historias que se vuelven espectros de quienes un día sí creían que era importante estar. En fotografías colgadas en los muros que miras con nostalgia de los que un día fueron y fuimos.
En fin, el comedor quizá de muchas más familias y no solo la mía. Una abuela que cansada aún nos recibe con gusto y un montón de recuerdos que siempre se desbordan al mirar desde afuera la casa de los abuelos, quizá también como en las suyas.
La foto es mi recordatorio que el tiempo sí pasa y que pronto se detendrá porque mi abuela no estará más en su propio comedor.
Para eso solo nos quedarán los recuerdos y las fotografías.
Hermosa historia que conecta con muchos Laura, obvio los chilangos somos de romeritos, bacalao y pierna. Pero la emoción y conexión familiar es la misma. Felicidades y a seguir haciendo más sólida nuestras tradiciones familiares.
Gracias Pablo por compartir.
Entrañable remembranza del pasado compartido. Esos tiempos fueron los mejores.